Qué suerte excepcional la de ser un sudamericano y especialmente un argentino que no se cree obligado a escribir en serio, a ser serio, a sentarse ante la máquina con los zapatos lustrados y una sepulcral noción de la gravedad–del–instante. Entre las frases que más amé premonitoriamente en la infancia figura la de un condiscípulo: “¡Qué risa, todos lloraban!”. Nada más cómico que la seriedad entendida como valor previo a toda literatura importante (otra noción infinitamente cómica cuando es presupuesta), esa seriedad del que escribe como quien va a un velorio por obligación o le da una friega a un cura. Sobre este tema de los velorios tengo que contar algo que le escuché una vez al doctor Alejandro Gancedo, pero primero me vuelvo al gato porque ya es hora de explicar por qué se llama Teodoro. En una novela que se está cocinando a fuego lento había un pasaje que suprimí (en esa novela ya se verá que he suprimido tantas cosas que, como diría Macedonio, si suprimo una más no cabe) y en ese pasaje tres argentinos nada serios ni importantes discutían el problema de los suplementos dominicales de los diarios porteños y temas conexos en la forma siguiente: Tal vez ya se nombró a un gato negro; es tiempo de indicar que se llamaba Teodoro en homenaje indirecto al pensador alemán, y que el nombre se lo habían puesto Juan, Calac y Polanco después de prolijas glosas sobre los materiales literarios que algunas tías fieles les mandaban desde el Río de la Plata y en los que algunos sociólogos hechos más bien a dedo abundaban en citas del célebre Adorno, cuyo vistoso apellido parecían querer aprovechar literalmente cosa de que sus ensayos les quedaran padre. Se estaba en un tiempo en que casi todos los artículos de ese tipo aparecían constelados de citas de Adorno y también de Wittgenstein, razón por la cual Polanco había insistido en que el gato merecía que lo bautizaran Tractatus, moción mal recibida por Calac, Juan y el mismo gato que en cambio no parecía nada deprimido por llamarse Teodoro.
Cortázar y Teodoro |
Según Polanco, que era el más viejo, veinte años atrás y por razones análogas el gato habría tenido que llamarse Rainer María, un poco más tarde Albert o William —averigua averiguador—, y posteriormente Saint–John Perse (gran nombre para un gato, si se lo mira bien) o Dylan. Agitando viejos recortes de periódicos patrios ante los ojos estupefactos de Juan y Calac, era capaz de demostrar incontrovertiblemente que los sociólogos colaboradores en esas columnas debían ser en el fondo el mismo sociólogo, y que lo único que iba cambiando a lo largo de los años eran las citas, es decir que lo importante era estar a la moda en esa materia y evitar–so–pena–de–descrédito toda mención de autores ya usados en el decenio anterior. Pareto, mala palabra. Durkheim, cursilería. Apenas llegaban los recortes, los tres tártaros averiguaban enseguida de qué se había ocupado en esas semanas el sociólogo, sin que los preocuparan las diversas firmas al pie de los artículos puesto que lo único interesante era descubrir cada tantos centímetros la cita de Wittgenstein o de Adorno sin lo cual no había artículo concebible. “Esperá un cacho —decía Polanco—, vas a ver que pronto le toca el turno a Levi–Strauss, si es que ya no empezó, y entonces agárrense fuerte, pibes”. Juan se acordaba de paso que los blue jeans más prestigiosos en los USA eran fabricados por un tal Levi–Strauss, pero Calac y Polanco le hacían notar que se estaba saliendo de la cuestión y los tres pasaban entonces a investigar las últimas actividades de la gorda.
Mi Teodoro (y Evo de yapa.) |
Lo de la gorda era propiedad casi exclusiva de Calac, que se sabía de memoria docenas de sonetos de la celebrada poeta y los recitaba intercambiando cuartetos y tercetos sin que nadie se diera cuenta de la diferencia, así como el hecho de que la gorda del domingo 8 tuviera dos apellidos y la del 29 uno solo no alteraba para nada la evidencia de que había una sola gorda que habitaba en diversas mansiones bajo diversos nombres y esposos, pero que de una manera que no dejaba de ser conmovedora escribía siempre el mismo soneto o casi. “Es pura fantaciencia —decía Calac—, en esos diarios están entrando en mutación, che, hay un protoplasma múltiple que todavía ignora que podría vivir pagando un solo alquiler. Los investigadores deberían provocar el encuentro nada fortuito del Sociólogo y de la Gorda para ver si se enciende la chispa genética y damos un terrible salto adelante.” Desde luego a Teodoro todo eso lo tenía bastante sin cuidado mientras le pusieran su taza de leche tibia al lado de la cama de Calac, que era el ágora donde se estudiaban esos problemas del destino sudamericano.
De La vuelta al día en ochenta mundos - Julio Cortázar.
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